“La cruz no fue el final del camino, sino la puerta abierta a una humanidad renovada que vive para servir y amar sin condiciones.” R. E. Mejías
La crucifixión de Jesús ha sido vista por siglos como el punto culminante de su experiencia humana, una tragedia dolorosa pero necesaria dentro del marco de la redención cristiana. Sin embargo, más allá del sufrimiento y la muerte, la cruz también puede entenderse como un acto revolucionario. No es el fin de una historia, sino el inicio de una nueva humanidad. En ese madero no solo fue crucificado un hombre; también fueron sembradas las semillas de una sociedad más justa, más compasiva y centrada en los valores universales del amor, la equidad y el servicio.
Jesús no murió para que se le venerara en monumentos vacíos, sino para que se le imitara en las calles del mundo. Su entrega absoluta no fue una invitación al lamento, sino un llamado a la acción. En su cruz están representados todos los que sufren: los marginados, los pobres, los excluidos. Asumir esa cruz hoy significa trabajar por una sociedad que priorice al ser humano sobre el poder, que valore la dignidad sobre la codicia, y que construya desde el servicio, no desde la indiferencia.
En palabras de Leonardo Boff (2021), “Jesús inauguró un nuevo paradigma civilizatorio, centrado en la compasión, la ternura y la justicia, frente a la cultura del dominio y la exclusión” (p. 38). Esta visión nos impulsa a repensar nuestras estructuras sociales, económicas y políticas, colocándolas al servicio del bien común. El cristianismo, desde este enfoque, deja de ser una doctrina meramente espiritual para convertirse en un compromiso ético y práctico con la transformación del mundo.
Por su parte, Moltmann (2015) señala que “la cruz no es solo el sufrimiento de Dios en el mundo, sino el compromiso de Dios con el mundo sufriente” (p. 32). Esta afirmación nos recuerda que no basta con admirar el sacrificio; es necesario asumirlo como modelo de vida. La nueva humanidad nacida en la cruz no se define por dogmas, sino por actos concretos de solidaridad, justicia y empatía.
Así, la crucifixión no representa un cierre, sino un principio: una oportunidad para vivir con sentido, para levantar al caído, para devolver esperanza y para construir una civilización donde el amor tenga la última palabra.
Nos dejo con esta pregunta reflexiva ¿Estamos dispuestos a vivir como ciudadanos de esta nueva humanidad que nació en la cruz, comprometiéndonos activamente con una sociedad más justa y centrada en el servicio a los demás?
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